sábado, 4 de febrero de 2017

Domingo V del Tiempo Ordinario.

EL SABOR Y LA LUMINOSIDAD CRISTIANA
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La sal y la luz, el sabor y la luminosidad transforman respectivamente la masa de una comida y la espesura de las tinieblas. Desde el Evangelio de este quinto domingo ordinario a los creyentes se nos recuerda que debemos conservar el sabor genuino del Credo sin atenuarlo en la indiferencia; y que nuestro empeño misionero debe ser brillante sin ocultaciones cobardes.

La sal se aplica a las heridas, en una medicina rudimentaria, para cauterizarlas o desinfectarlas; eliminando los microbios, preserva los alimentos de la descomposición. Si el creyente es la sal de la tierra debe poseer esta inalterada fuerza de transformación y de purificación que conduce a la humanidad a las esencias y valores genuinos, pues aporta al mundo el sabor de fe, la purificación de esperanza, la fuerza del amor transformante.

La sal es sustancia que no se puede comer por si sola, pero que da gusto a los alimentos y solo es menester una pequeña cantidad para hacer agradable toda la comida. Su gusto es irreemplazable, por eso si pierde su sabor nada existe que pueda dar a la sal el gusto salado. De ahí que sea fácil concluir que el discípulo de Jesús ha de dejarse impregnar de la sal del Evangelio para encontrar el gusto por la vida y el sabor de la eternidad. ¿Qué es la sal sin sabor? Es el hombre que ignora los ‘porqués’ fundamentales de la existencia humana, el cristiano que ha perdido la sabiduría (sabor) del Evangelio. Hay que recuperar siempre el sabor del saber cristiano.

El simbolismo de la luz es de importancia capital en el lenguaje religioso y bíblico. Pensemos, nada más abrir el primer libro de la Biblia, que la separación de la luz de las tinieblas fue el primer acto del Dios creador, que tenía la luz como vestido y se manifestaba entre el brillo cegador de relámpagos y fuego.
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Hoy vuelve a cobrar actualidad el pasaje de lsaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas, vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló”. Desde que la luz de Dios habita entre nosotros, desde la iluminación que estalló en la noche de Belén, todos los caminos de los hombres se han iluminado. Ya no hay que dar pasos titubeantes por sendas tenebrosas. Si nacer es “ver la luz del mundo, renacer en el bautismo es haber visto la luz de Dios”.

La misión y obra de Cristo es iluminadora. Él es la luz del mundo y su palabra es claridad. En este mundo tecnificado, en que se encienden y apagan tantas luces, en medio de la ciudad que brilla con la luz inventada por los hombres, paradójicamente se multiplican muchas oscuridades y no se logra disipar sombras y tinieblas interiores. Para poder contemplar los colores del mundo hay que tener la luz de los “hijos de Dios”. Solamente Cristo reanima nuestros titubeantes resplandores y su palabra nos permite vivir en la claridad de su cercanía.

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